Fairy Oak

Fairy Oak

martes, 31 de diciembre de 2013

Escribir en las nubes

Me levanté de súbito

No, de súbito no. ¿Súbitamente?

Escalé unas escaleras

que no estaban ahí

porque me las había inventado.

Llegué al gran azul.

Sí, hablo del cielo.

Las ranas voladoras no me vieron

pero un pelícano me gritó:

-¡Eh, oye!-

y nada más.

Pronto me encontré

en medio de un bosque de nubes.

En mi mapa no aparecía

pero lo estaba buscando.

Me enfadé.

Quiero decir, que me alegré.

Saqué mi estuche de acuarelas

cogí prestadas unas gotas de lluvia

cogí mi mejor mechón de pelo

y lo usé de pincel.

Primero el azul, luego el violeta.

Como no sabía qué dibujar,

lo dibujé todo, 

empezando por un cementerio de rosas

y terminando con un planeta perdido.

Al final busqué el color negro

y escribí.

Escribí un largo poema

sobre una nube blanca y blanda.

Anoté los versos

que mi cabello me dictaba

o tal vez eran mis pulmones

llenos de aire salado.

Cuando sentí que había acabado,

la nube se acercó a mí

flotando 

y me susurró una despedida.

Después se alejó volando, 

volando, volando, volando...

Tal vez la nostalgia que me invade

a ella también la entristezca

y lluevan, en forma de lágrimas, 

las palabras de este poema.


Gracias a M.A. por darme su idea sin saberlo

Dentro de un poema de negro humo.

Me he ido fundiendo en un sueño del que no sé si podré salir.

La Realidad y la Ficción se han acercado hasta tal punto que ya no puedo diferenciarlas.

Sus voces ahora son una para mí y no sé si debo escucharlas.

Tengo miedo. Tengo frío. Quiero irme de aquí.

Ya no reconozco a quienes me rodean.

Incluso mi propia sombra es una extraña.

Mi pasado me atormenta. Mi futuro me amenaza. Mi presente se ahoga.

En este mundo de tinieblas en que yo misma me he encerrado

ya no sé quién soy, ya no tengo esperanzas.

En este mundo de tinieblas...

donde solo la Soledad me acompaña.

jueves, 26 de diciembre de 2013

LA INSPIRACIÓN (relato) Cap. I


 Capítulo I: La Biblioteca

Era la noche de un martes cualquiera. No es que los martes sean un día especial para nadie pero para mí, que llevaba ya tres meses en paro, todos los días resultaban iguales. 

Esa noche en concreto estaba en el bar Acrópolis, sí, así se llamaba. No era mi local favorito, ni mucho menos. No estaba mal, tenía grandes fotografías en blanco y negro de numerosos monumentos de la Antigua Grecia (o bueno, monumentos antiguos de la actual Grecia). Contemplarlos fue lo más cerca que estuve nunca de viajar a la cuna de la Odisea y la Ilíada.


La noche del lunes también había estado en la Acrópolis, y también todas las noches de la semana anterior. Ya era, prácticamente, como mi segunda casa. Iba allí porque no quería pasar mis horas de tedio en mi bar favorito, La Biblioteca, se llamaba, probablemente por la cantidad de célebres autores que allí habían escrito sus obras. El lugar en sí poco tenía que ver con los edificios que le daban nombre: La Biblioteca era un local diminuto pero tenía tres pisos conectados por una carcomida escalera de caracol. La Acrópolis era una única sala enorme. La primera no tenía fotografías  ni ningún otro adorno en las paredes pero sí un montón de esculturas de cristal de colores hechas por el propio dueño, que decoraban la estancia. En la Acrópolis había muchas camareras de muy buen ver y los clientes solían hablar a gritos. En La Biblioteca, haciendo honor al nombre, se susurraba. 

No quería trasladar mi aburrimiento a mi bar favorito, ni convertirlo en un lugar aborrecible; por eso iba a la Acrópolis. Pues bien, allí me encontraba, un martes cualquiera, consumiendo mi tercera copa y eso que no era ni medianoche. No bebía alcohol en La Biblioteca, aquel recinto sagrado. Pero sí en la Acrópolis, y en grandes cantidades, aunque tampoco me hacía apenas efecto. No en vano soy poeta, me decía a mí mismo.

Total, que estaba ya apurando mi vaso de whiskey, si es que se podía llamar así a ese mejunje asqueroso, cuando noté unos golpecitos en mi hombro derecho. Me giré y me encontré con un hombrecito que llevaba sombrero negro.

-¡Javier!-Me gritó, y solo entonces, al escuchar su leve acento francés, le reconocí.

-¡Miguel!- Respondí con voz algo ronca. Me abrazó y me estrechó la mano de forma familiar como era su costumbre.

-Caramba, amigo, no esperaba encontrarte en ningún bar que no fuera el antro de La Biblioteca.

-Vengo aquí cuando no consigo escribir y La Biblioteca no es ningún antro, es un verdadero templo.

-Claro, claro, un templo como ese de ahí- Dijo riendo mientras señalaba la fotografía del Partenón- Así que no escribes ¿eh? Pour quoi? ¿Problemas para inspirarte?- Negué con la cabeza y luego asentí, a regañadientes. Miguel era escritor también, con la diferencia de que él era realmente bueno, había publicado tres novelas en dos años, todas ellas increíbles. Yo no había escrito nada de calidad probablemente desde la universidad. Gracias a Dios, tampoco lo necesitabas para que te publicaran pero, últimamente, ni siquiera conseguía eso.

-Bueno, hombre, no pasa nada- me dijo- ya verás que al final se te ocurre algo bueno, tarde o temprano siempre llega la inspiración; créeme.

No sé si fue que vió la negatividad de mis ojos o que olió los litros de alcohol malo en mi aliento. El caso es que se me acercó un poco y bajó la voz para hablarme en tono de confidencia.

-Escucha, conozco a alguien que puede ayudarte y no me importa presentártela, hace verdaderas maravillas- ¿presentármela?- Es una amiga mía... bueno, no sé si decir tanto pero nos llevamos muy bien y a mí me ha sido de mucha utilidad en esto de escribir- ¿De verdad me veía tan desesperado como para presentarme a una amante?

-Gracias, Miguel, pero no necesito...

-¡No te preocupes, hombre! No es ningún problema. Es una chica encantadora, no trabaja para cualquiera pero tú no eres cualquiera, le he hablado muy bien de ti y te ayudará si se lo pido, sin cobrarte ni nada por el estilo, por supuesto- ¿Hablaba de una puta?

-¡No necesito una mujer, necesito...- No me estaba escuchando, estaba escribiendo algo en un trozo de papel.


-Solo se la puede contratar si es el propio cliente quien la llama, así que aquí te dejo su número de teléfono... Seguro que os entendéis de maravilla, ya me contarás el resultado, no me des las gracias- Me guiñó un ojo- Y ahora si me disculpas, chaval, tengo importantes asuntos que resolver por aquí- por su mirada adiviné que acababa de descubrir a la camarera pelirroja de los martes- Mucha suerte con ello, Au revoir, mon amie!

-Sí, claro, agur- Respondí de mal humor, aunque él ya no me prestaba atención.




lunes, 23 de diciembre de 2013

Paisaje de invierno.

Era de madrugada. De otra forma no podrías haberla visto. Aunque ni siquiera a estas horas ella se mostraba por completo. Simplemente, era menos arisca en ese momento del día, justo después del amanecer su frialdad se desvanecía casi del todo.

Junto al río prácticamente helado, el azul y el blanco dominan el paisaje. Los árboles que conservan sus hojas en esta estación han quedado cubiertos por un manto de escarcha, convertidos en gigantescas esculturas de hielo. El cielo está escondido tras la niebla, cuando se vaya se verán a lo lejos unas montañas nevadas.


Se oye al viento soplar, el hielo resquebrajarse, las hojas hundirse bajo el peso de la nieve, las suaves pisadas de un zorro blanco que madruga demasiado. Casi se puede oír la calmada respiración de la primavera, durmiendo bajo la tierra, esperando paciente su turno para regresar a los bosques.

Ella lo observa todo, en calma, desde la rama más alta de un abeto joven bajo el cual hay una madriguera de ardillas que aún no se han despertado. 

Contempla el invierno en toda su belleza y en todos sus matices, que solo ella sabe apreciarlos, solo ella puede entenderlos. Es el único momento de verdadera paz, solo ella y la Naturaleza. A su alrededor el frío se nota mucho más agudo y los copos de nieve se quedan congelados en el aire. Ella los recoge con cuidado y los usa para adornar su larga trenza.

Ella se funde con el paisaje, pues se diría que ambos son la misma cosa. Su cabello es largo, fino y muy quebradizo, frágil, blanco y suave, como algodón, pero también enmarañado como una tormenta de nieve. Su pálida piel brilla débilmente con luz propia; en su rostro destacan unos azules y eléctricos ojos cuya intensidad varía dependiendo de su estado de ánimo y del momento del día. Ahora, dirías que son un espejo que refleja el color de las aguas del río helado, mañana tal vez sean flores de nomeolvides, de un tono violeta.

Entonces llegas tú y su buen humor se rompe como cristal, en mil pedazos. A ella le gusta la soledad, el silencio, lo natural; desprecia a los seres humanos que son lo contrario, que son ruidosos representan el caos y desprenden calor, y hacen cosas crueles e incomprensibles.

Llegas tú, diciendo que te gusta el frío pero pretendiendo deshacer el hielo que te estorba para tu vida cotidiana, destruyendo delicados e irrepetibles dibujos que se han tejido durante la noche en la escarcha; pues la belleza que un alma insensible como la tuya es incapaz de ver. 

Dices que el invierno es tu estación favorita pero después con tus pasos y también los neumáticos de ese horrible artefacto, echas a perder su paz, su nieve, su paisaje, su madrugada, su único momento del día.

Y sus ojos se oscurecen y se apagan, su buen humor desaparece. Y ella desearía castigarte por eso, desearía que tu hielo no se derritiese nunca, que tus pies resbalasen, que tu coche rodase cuesta abajo hasta el agua. Ella desearía soplar en tu corazón hasta congelarlo por completo y hacerlo estallar sin compasión.

Pero no, no va a hacerlo. Así que simplemente cierra los ojos y su cuerpo comienza a desmoronarse, convirtiéndose en una ráfaga de pequeños copos de nieve; y se deja arrastrar por el viento, lejos de allí, a otro lugar. A otro solitario invierno. 

Y tú sigues a lo tuyo porque aunque era de madrugada y podrías haberla visto, no te has fijado. Porque quién tiene tiempo para preocuparse por la insignificante hada de invierno.




martes, 10 de diciembre de 2013

Canción de Navidad

Camino con prisa por la Calle Central. Como era de esperar, está completamente abarrotada de gente. Son las seis menos veinte de la tarde y el cielo ya está oscureciéndose. Las luces navideñas se encienden, como si quisieran recordarme mi propósito. Han puesto unos altavoces por los que suenan unos villancicos muy estridentes. El centro comercial está prácticamente al final de la calle  así que aún me queda un buen trecho por recorrer. Acelero el ritmo de mis pasos y el resto hacen lo propio, como si esto fuera a evitarnos las larguísimas colas en las que vamos a tener que esperar.

Voy tan deprisa que no veo la figura que está arrodillada en el suelo y por un milímetro no tropiezo con ella. Tengo que frenar en seco para no caerme. Miro el bulto que está en mi camino. Es una mujer que viste de forma andrajosa y cubre su cabello con un pañuelo rosa; una mendiga pidiendo que en cuanto ve que me he parado aprovecha para acercarse a mí, sin llegar a despegar sus rodillas del pavimento y tiende sus manos en mi dirección.


-Por favor, señora- me dice, en tono de súplica. Su acento es extranjero. Me aparto un poco pero aunque intento dejar de mirarla y seguir mi camino no puedo evitar cierta curiosidad. Ella se da cuenta de que sigo ahí y esperanzada vuelve a intentarlo. Levanta la vista hacia mí. Sus ojos están llorosos y su rostro muy sucio.


-Señora, por favor, necesito un poco dinero... mis hijos... se los llevarán sino tengo dinero... - habla de forma mecánica, como si se hubiera aprendido de memoria las palabras pero sus lágrimas parecen sinceras. Aunque está prácticamente a mis pies ha dejado un gran espacio entre ambas, como si estuviera acostumbrada al rechazo de la gente, a que se aparten de ella.


Noto que en mi pecho late un punzada de compasión y al segundo después reacciono y salgo casi corriendo, como alma que lleva el diablo. A mis espaldas vuelvo oír a la mujer, que repite una y otra vez su cantinela a los transeúntes "por favor, señor... por favor, señora... " Me da lástima pero unas pocas de mis monedas no van a ayudarla, ¿verdad? además esta gente tiene donde refugiarse, supongo. No creo que lo de sus hijos fuera cierto, tampoco. Y aunque lo fuera, hay personas encargándose de esta gente. No necesitan mendigar. Ni tampoco logran nada con unos céntimos.


Pronto dejo de escuchar la voz de la mendiga que queda tapada bajo el ruido de la calle y los villancicos que suenan por los altavoces. Enseguida dejo de pensar en ella y vuelvo a centrarme en mis compras.


 Camino con prisa por la Calle Central. Como era de esperar, está completamente abarrotada de gente. Son las seis de la tarde y el cielo ya está oscuro. Las luces navideñas me recuerdan que tengo que llegar cuanto antes al centro comercial, o me quedaré sin los juguetes que mis hijos  han pedido este año. Acelero el paso y el resto hace lo mismo, como si esto fuera a evitarnos las larguísimas colas en las que vamos a tener que esperar.